domingo, 8 de marzo de 2015

La invención de la silla eléctrica


El episodio sucede en 1887. Georges Westinghouse intenta instalar en las ciudades de los Estados Unidos un sistema eléctrico de corriente alterna de alta tensión llevada por ligeros cables. Thomas Alva Edison cree que este sistema es un error y preconiza el uso de corriente a baja tensión con cables subterráneos. Un día uno de los obreros de Westinghouse sufre una descarga eléctrica y muere electrocutado. Con un mal gusto increíble, Edison aprovecha la ocasión para llevar el agua a su molino: no sólo explica el hecho como consecuencia del «mal sistema» de su rival sino que, con la mentalidad abyecta que evidenció en otras ocasiones, organiza un espectáculo de feria: en un barracón un aparato de corriente alterna de tipo Westinghouse se aplica a perros y gatos causándoles la muerte. El público paga y ve con «satisfacción» cómo se coge a un pobre animal, se le afeitan unos trozos de su piel en los que le aplican unos electrodos, saltan unas chispas azules, el animal se agita convulsivamente y muere mientras la olor a carne quemada se expande por el local. 
Entre los espectadores se encuentran gentes que tienen que ver con la justicia. A todos ellos les es familiar el sistema de ejecución corriente en aquellos tiempos: el ahorcamiento. La horca gozaba del prestigio de una larga tradición, pero en los Estados Unidos se estaba viviendo el empuje de la modernidad. ¿Y si se probase la electrocución como sistema moderno de aplicar la pena de muerte?
En la cárcel de Sing-Sing se monta ya la primera silla eléctrica y, suma ironía, los constructores son los propios presos. Llega el día de la ejecución, esperado por todos menos por el condenado, y la silla no funciona o funciona mal. El reo sufre unas quemaduras de tercer grado y su pena se ve conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.
Pero en la ciudad de Buffalo un nuevo condenado a muerte espera su ejecución; se llama William Kemmler. El gobernador del Estado decide que será ejecutado en la silla eléctrica. Westinghouse se opone a ello y apela a los abogados más importantes de Nueva York para que impidan la ejecución en la silla, en la que ve la condena de sus procedimientos. Pero hay alguien que se opone a Westinghouse, y es el propio condenado, que consigue reunir una rueda de prensa en la cárcel. Se dirige a los periodistas con sangre fría y humor:
—Gracias por haber venido. Les quiero manifestar que no comprendo cómo alguien se quiere oponer a mi ejecución en la silla eléctrica. He cometido un crimen y estoy condenado a morir. Muy bien. Pero el sistema de la horca es anticuado y yo estoy, como todo el país, en pro de los sistemas modernos. Quiero ser electrocutado.
Westinghouse pierde la demanda y, el 6 de agosto de 1890, a las seis y media de la mañana, William Kemmler es conducido al lugar de la ejecución. Se somete de buen grado a que le coloquen los electrodos; uno en la pierna, para lo que se le ha de cortar el pantalón, y el otro, de modo más difícil, en la columna vertebral. La silla tiene tres patas, la cuarta es la pierna del condenado, que hará las veces de toma de tierra. El ejecutor, Edwin F. Davis, recibe la orden del director de la cárcel y da vuelta al interruptor. La cara de Kemmler palidece, un olor de carne y cabellos quemados inunda el local. Los presentes no pueden aguantar los diecisiete segundos de la ejecución.
—Basta, ya es suficiente —dice el médico encargado de verificar la defunción.
Se acerca al cuerpo del condenado y se inclina para auscultarle.
—¡Está vivo, hay que volver a empezar! —casi grita—. ¡Poned más corriente! ¡Matadle como sea, pero que esto termine de una vez!
Unos asistentes se desmayaron y tuvieron que sacarlos en brazos del local. El pastor que ayudaba a bien morir al condenado sale de la sala para pedir clemencia. Únicamente Davis conserva la sangre fría. Vuelve a colocar los electrodos en su sitio y la deja durar sesenta y seis segundos. La corriente de 1.700 voltios circula y el médico, al fin, puede decir que el ajusticiado ha muerto.
Poco después, veintiséis estados norteamericanos adoptaron el sistema.
Fuentes:
Fisas, Carlos: Historias de la Historia. Planeta, Barcelona, 1989
http://viewmixed.com/10-death-row-prisoners-famous-last-words/4547
http://www.emptykingdom.com/featured/seyo-cizmic/

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