lunes, 29 de agosto de 2016

Cortos de vista y predicciones fallidas (y 2)

En 1858, el canciller británico de hacienda, Benjamín Disraeli (1804-1881), que diez años después sería primer ministro, se opuso ferozmente a la idea de que Gran Bretaña invirtiera una sola libra en la construcción del canal de Suez, pues la empresa era «el intento más inútil y totalmente absurdo». Probablemente, parte de esta oposición se debía al hecho de que el canal estaba siendo financiado por Francia. Lo cierto es que considerando el asunto geográfica y políticamente tenía mucho más sentido que la idea fuese inglesa, dado que el nuevo canal iba a ahorrar el largo camino alrededor de África y el cabo de Buena Esperanza para llegar a India. Cuando el Canal quedó terminado en 1869 le fue extremadamente útil para mantener la dominación inglesa sobre la India.
La magnitud de la empresa, por muchos comparada a la construcción de las pirámides, encendió la imaginación de público, periodistas y escritores, entre ellos el joven Julio Verne. Tras publicar en 1863 su novela Cinco semanas en globo, con la que obtuvo un gran éxito, escribió París en el siglo XX, que ni siquiera llegó a ver publicada por ser demasiado fantástica: ya que los franceses estaban siendo capaces de construir el canal de Suez, Verne consideró muy probable que en el siglo XX fueran capaces de llevar barcos hasta París y transformó a la ciudad en una gran ciudad portuaria. El editor de Verne tenía toda la razón, la novela era demasiado fantástica: telegrafía fotográfica -actualmente conocida como fax—, trenes automáticos, luces nocturnas y un faro (pues era una ciudad marina) situado a sólo unos metros de distancia del emplazamiento actual de la torre Eiffel. El editor rechazó la obra diciendo: «Nadie creerá tus profecías».

Tras patentar el teléfono en 1876, Alexander Graham Bell se dirigió a la Western Union, la compañía de comunicaciones más importante entonces en Estados Unidos gracias al telégrafo, y les ofreció el aparato a cambio de 100.000 dólares. William Orton, presidente de la compañía, rechazó la oferta con la frase: «¿Qué uso podría hacer esta compañía de un juguete eléctrico?». En descargo de Orton se puede decir que quizá tuvo que leer la descripción de la patente: «El método de, y el aparato para, transmitir sonidos vocales u otros telegráficamente [...] causando ondulaciones eléctricas de forma similar a como el aire acompaña las vocalizaciones u otros sonidos». Bell posteriormente fundó la Bell Telephone Company, y el teléfono terminó por devorar al gigante de la telegrafía que lo había rechazado.
En la Bell Telephone trabajó el físico americano Chester F. Carlson (1906-1968), y posteriormente en el departamento de patentes de la empresa de productos electrónicos de Nueva York, P. R. Mallory Company. Harto de hacer copias manuales de los dibujos de las patentes y especificaciones, en 1934 comenzó a buscar una forma de mecanizar el trabajo. En 1940 obtuvo la patente del proceso xerográfico y, aunque durante esos años muchas otras empresas e inventores estaban investigando en el mismo terreno, fue rechazado dos veces por la IBM y una vez por Kodak. El total de empresas que prescindieron de su innovación fue más de veinte. En 1947 se presentó a una empresa al borde de la bancarrota, la Haloid Company, que decidió invertir en el invento como medida desesperada. Funcionó, y la Haloid es conocida como la Xerox Corporation. Carlson se hizo multimillonario.
El director de cine mudo D. W. Griffith (1875-1948), autor de El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916), recibió el encargo, junto con otras celebridades de su tiempo, de escribir para el Saturday Evening Post lo que él estimaba que serían los próximos cien años: «No queremos y nunca querremos voces humanas en la pantalla». Su profecía era muy semejante al grito que tres años más tarde dio el presidente de la Warner Brothers, Hany M. Warner, «¿Quién demonios quiere oír hablar a los actores?», o a la frase de Charlie Chaplin en 1928: «Las películas necesitan sonido tanto como las sinfonías de Beethoven necesitan letras».

A finales de la década de los veinte todo era optimismo en los mercados financieros, y eran frecuentes artículos en revistas femeninas con títulos como Todo el mundo puede ser rico en el que se enseñaba la forma de ganar dinero invirtiendo 15 dólares en la Bolsa. El 17 de octubre de 1929, el profesor de ciencias económicas en Yale, Irving Fisher (1867-1947), autor de numerosos libros y teorías, afirmó: «Las bolsas han adquirido lo que parece un nivel alto permanente». El 24 de octubre, una semana más tarde de esta profecía, comenzó la gran depresión. En los años posteriores la predicción de Fisher fue muy citada, a su pesar.

Y, finalmente, una gran predicción musical. Cuando en 1964 los Beatles se preparaban para su primera gira americana, Alan Livingstone, presidente de Capitol Records, su sello en Estados Unidos, pronosticó: «No creo que consigan nada en este negocio».

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